La puta, la bruja y la pecadora
Desde su alcoba oyó a sus padres gritando. Luego oyó solo a
su padre y un ruido seco, repetitivo. Bajó las escaleras con cuidado de no
hacer ruido y se asomó a la sala: vio a su madre en el suelo recibiendo patadas
en el vientre.
Nadie llamó a la policía. Esta escena probablemente se
repite en miles de salas, garajes, jardines, cocinas de casas y apartamentos de
Colombia. Desde los más humildes hasta los más acaudalados: muchos hombres
coinciden –de forma más o menos explícita– en el desprecio a la mujer y
justifican la consecuente sucesión de maltratos y humillaciones.
Algunas mujeres reaccionan, superan el temor y denuncian a
sus parejas, pero pronto vuelven al redil, calladas, maquillando los moretones,
evadiendo preguntas. Ellos las agreden y ellas se quedan. ¿Por qué?
Muchas veces, por dependencia económica, por un intento de
mantener las apariencias, por negación. Pero el motivo principal, me atrevo a
aventurar, es una educación basada en la sumisión absoluta de la mujer. La
mujer, traidora, culpable, dual, maquiavélica.
¿Quién destruyó la relación idílica entre el dios cristiano
y el hombre? La mujer. ¿Quién hizo pactos con el diablo cristiano y protagonizó
aquelarres? La mujer. ¿Quién importuna con sus altibajos emocionales por esos
ciclos menstruales que impiden el goce sexual del hombre? La mujer.
Ella, ser histérico, melodramático, infantilizado, reducido
desde siempre a una diminuta parte del cuerpo del hombre: una costilla. Su
naturaleza “pecaminosa” y “errada” da carta blanca para que el hombre la
considere su propiedad y para que se sienta autorizado para darle cuantas
golpizas sean necesarias.
Y las mujeres, calladas, herederas de una crianza que se
remonta a la Grecia antigua, allí donde era lícito abandonar a los hijos en la
calle si eran de sexo femenino. Herederas de una tradición medieval que dejó
más de medio millón de mujeres incineradas en hogueras, acusadas de brujas.
Hijas de una modernidad que, en aras de dotarlas de equidad, ha triplicado su
carga laboral, convirtiéndolas en ese híbrido de ama de casa-ejecutiva-madre-esposa
disponible 13 horas diarias.
El hombre, autor de una sociedad patriarcal, inventó una
deidad masculina sustentada en el sometimiento del 50% de la población: la
mujer. Así nos criaron, con el temor reverencial ante el macho, aunque muchas
veces lo superemos en fuerza física, emocional e intelectual. Y aunque seamos
ese 50% de la población generador de vida.
El hombre inventó prohibiciones oprobiosas como encarcelar a
las mujeres que interrumpen un embarazo, justificó violaciones por el atuendo
de la mujer, construyó un mundo laboral donde todavía les pagan menos a las
mujeres pero las obligan a trabajar más y donde se considera una práctica
“cultural” la mutilación sexual cercenándoles el clítoris. Y las mujeres, con o
sin burka, con o sin dolorosas cirugías estéticas, en París y en Estambul, en
Bogotá y en Washington, siguen ahí, en un mundo que las castiga por un solo
hecho: no ser hombres.
Es necesario cambiar patrones culturales que justifican la
violencia contra la mujer y es necesario que las mujeres aprendan a identificar
y a alejarse de un hombre maltratador, sea su padre, su marido, su hermano. De
allí la importancia de priorizar la formación académica y la carrera
profesional por encima de la maternidad, de allí la importancia de pedir ayuda
de inmediato y denunciar al maltratador. El silencio de nosotras, las mujeres,
es el caldo de cultivo perfecto para hombres cobardes cuyo único poder yace en
la morbosa satisfacción de reventarle la cara a su mujer a golpes.
La edad de las mujeres
Margarita Rosa de Francisco
Una mujer
"confiesa" su edad como un reo da cuentas de un delito. Mujeres, no
se tengan miedo, témanles más a los años malgastados creyendo idioteces.
6:54 p.m. | 27 de mayo
de 2015
Un día fui a hacer una
vuelta burocrática de esas que todos detestamos y a las que uno tiene que ir en
persona a esperar en una fila. Detrás de la ventanilla, la señora en oficio me
reconoció y se alegró al recordar que ella estaba cursando la primaria cuando
yo había sido reina de belleza. Al requerir mis datos personales, de pronto
bajó la voz y como si estuviera averiguando un secreto bochornoso me preguntó
con cierto temor, “¿edad?” Yo, al notar su actitud como de “qué pena que le
toque responder esto delante de tanta gente”, le contesté fuerte y claro: “49
AÑOS”.
Yo no he podido
entender de dónde viene esta tara social que proscribe a las mujeres por
envejecer. Desde que era niña me daba curiosidad eso de que, “por respeto”, a
una señora que uno viera como mayorcita no se le debía preguntar la edad. Nunca
pude ver dónde estaba la falta de respeto al querer saber cuánto tiempo
llevaría una mujer viviendo en este planeta de locos. Porque, curiosamente, no
ocurre lo mismo con el sexo masculino. Como que es mejor ser viejo que vieja
por acá en estas sociedades. El problemita lo tenemos nosotras porque por
alguna disparatada razón no tenemos derecho a que la vida pase por nuestros
cuerpos, y nos han inculcado un sentimiento de deshonra y un temor
completamente absurdo a la huella de nuestras risas y llantos, testimonio de
nuestro pasado sufrido y gozado. De ahí el patético espectáculo de la mujer que
opta por borrarse la cara en una sala de operaciones, prefiriendo quedar con
ese rictus de terror a sí misma congelado de forma irreversible en unas
facciones muertas que no pueden obedecer a ninguna emoción.
La mujer que elige eso
no se ve más joven porque el pasado que hay en su mirada no se puede operar, y
todavía más torpe “quitarse la edad” en el conmovedor intento de confiscarle al
ricachón del tiempo la miseria de un par de años de insensata vergüenza. “Ojo
con esas patas de gallina, que ya la están delatando”, dijo por ahí alguno. ¿Y
si se notan, qué? ¿Cuál es el lío con la edad de las mujeres? Y nos va peor a
las que hemos jugado un papel simbólico en la imaginería de las “bellas”, pues
nos insultan por no ser jóvenes como antes. Una mujer “confiesa” su edad como
un reo da cuentas de un delito, y hacerlo es considerado un acto de valentía
extrema. Mujeres, no se tengan miedo, témanles más a los años malgastados
creyendo idioteces.
La educación de las niñas
Yolanda Reyes
Miss Tanguita es la punta del iceberg de esas prácticas
sociales que legitiman la desigualdad de género.
Las veo llegar al jardín, iguales o incluso más inquietas que
sus compañeros varones, y suelen ser más precoces para hablar y menos propensas
a enfermarse. A veces se visten de princesas con faldas de tul rosa que toman
visos de color tierra o verde pasto, de tanto echarse arena, buscar bichos y
correr de un lado a otro.
Porque no quiero educar niños uniformes y porque creo que la
libre expresión de la personalidad se practica desde la primera infancia, les
doy toda la libertad para elegir jeans o faldas cortas o muy largas, así como
los niños la tienen para vestirse de hombres araña o de princesas. Sin embargo,
hay una regla: los atuendos no pueden limitar sus movimientos. No quiero ver
niñas de 3 años con tacones, ropa, uñas o peinados que les impidan saltar, dar
botes, embadurnarse con todos los colores y explorar el mundo en igualdad de
condiciones.
Tal vez a usted le extrañe una columna sobre tacones
infantiles porque ignora que hay niñas de 5 años que pasan horas quietecitas
mientras les hacen manicure de florecitas en salones especializados, o que
celebran sus cumpleaños en spas donde desfilan frente a sus padres, como en el
concurso Miss Tanguita de Barbosa. Habrá quien argumente que no se puede
comparar un spa del norte de Bogotá con Miss Tanguita, porque no venden licor,
pero descontando matices relacionados con una mayor o menor exposición pública,
encuentro más similitudes que diferencias en esa obsesión adulta por convertir
a las niñas en modelitos precoces y en esa tolerancia negligente que se refleja
en una frase típica: “¿acaso qué tiene de malo?”.
Eso dijo la alcaldesa de Barbosa: que Miss Tanguita hacía
parte de la idiosincrasia y de la cultura de su municipio. “Yo no me he
inventado absolutamente nada”, concluyó, y es cierto, no solo porque ese
reinado para niñas de 5 a 10 años completa 27 ediciones, sino porque el “modelo
cultural” se ha transmitido de generación en generación. Desde los tiempos de
las bisabuelas, “todas íbamos a ser reinas”, pero no de cuatro reinos sobre el
mar, como en el poema de Gabriela Mistral, sino de Cartagena.
Hay una ruta imaginaria que conduce del reinado barrial al
municipal, y de ahí, a ser reina de Colombia. Y si no se va al Miss Universo,
al menos se llega a ser modelo, presentadora de televisión, actriz o mujer de
político, mafioso o empresario. Ante la falta de educación y la inequidad de
oportunidades, la belleza significa para muchas niñas colombianas lo que los
grupos armados para los varones de 10 años: opciones de ascenso económico, de
movilidad social y de poder. ¿Qué otros sueños se podrían cultivar en un país
que no ofrece alternativas para hacer contrapeso a esa aleación entre el poder,
el dinero y la belleza que se vende por televisión y que para muchos es la
única esperanza?
En este país donde son evidentes (pero también silenciadas y
subestimadas) las brechas educativas y salariales entre hombres y mujeres,
donde las niñas obtienen puntajes menores en ciencias naturales y matemáticas
en las pruebas, e incluso pierden las ventajas de lenguaje que traían de la
primera infancia, Miss Tanguita es la punta del iceberg de esas prácticas
sociales que legitiman la desigualdad de género y que se aceptan, en mayor o
menor grado, en todos los estratos y en todos los oficios. Por eso, además de
sanciones, necesitamos propuestas educativas y otros modelos de mujeres y de
hombres para inspirar las nuevas rutas imaginarias de esas niñas inteligentes y
maravillosas que recogen gusanos, inventan sus historias y no se cansan de
preguntar por qué.
El llamado de la selva y Arte que
libera
Josefina Klinger, Directora de la Corporación Mano Cambiada,
y Johana Bahamón, Directora de la Fundación Teatro Interno.
El llamado de la selva
Josefina Klinger, Directora de la Corporación Mano Cambiada,
administradora del Parque Nacional Natural Utría.
Al igual que muchos en su tierra, Josefina Klinger creció con
la idea de que haber nacido en Nuquí, un pueblo de pescadores enclavado en la
selva chocoana, era una maldición. Soñaba con que le dieran trabajo en
Medellín, así fuera como empleada doméstica. Entonces conoció a un médico rural
y a un empresario que le hicieron ver el potencial de su hogar. “Tenían razón.
¿Cómo vamos a creernos pobres cuando vivimos en medio de tanta riqueza? Nuestro
territorio es una despensa que otros aprovechan”, dice. Josefina vive en la
ensenada de Utría, entre la selva húmeda, los manglares, las ranas, los
pájaros, las tortugas y las playas vírgenes, en una de las pocas costas en el
mundo desde donde puede verse cómo las ballenas llegan a tener sus crías. Allí,
en 2002, el ELN secuestró a 27 turistas y nadie quiso regresar. Solo la
terquedad de Josefina revivió al Parque Nacional Natural Utría. Así como sus
ancestros intercambiaban favores en vez de monedas ella le propuso a su
comunidad que hiciera trueque de oficios y compartiera con los visitantes sus
paisajes, su música, sus sabores y sus historias. En este modelo de negocio
todos ganan: los turistas encuentran instalaciones dignas de un hotel boutique
y los mejores anfitriones; el medio ambiente es tratado con respeto y las 200
familias de la zona rompen la trampa de la pobreza.
Arte que libera
Johana Bahamón, Directora de la Fundación Teatro Interno.
Seis mujeres encerradas durante ocho años en una casa en la
que sueñan con la libertad. Esa es la trama de La casa de Bernarda Alba de
Federico García Lorca, pero también es la realidad de las cerca de 9.000
reclusas que hay en el país. Esto motivó a Johana Bahamón a montar esta obra
con las mujeres de la cárcel del Buen Pastor de Bogotá. Eso fue hace poco más
de dos años y desde entonces se ha dedicado a ofrecerle un espacio de
crecimiento personal por medio del teatro tanto a hombres como mujeres que
están tras las rejas . “Y eso no se puede decir con palabras, tiene que ser con
ejemplo. Por eso mi necesidad de que ellos tengan contacto con la sociedad”,
explica la actriz. Teatro Interno, la fundación que creó, toma las artes
escénicas y la música como formas para que la sociedad conozca de cerca a esas
personas y les pierdan el miedo. Así ha logrado sacar el arte de la cárcel y
mostrárselo al mundo. “El aplauso empodera, engrandece sin juzgar, y eso es lo
que yo quiero para ellos”, afirma Bahamón, cuyos programas han llegado a 15 cárceles
del país.