LECTURA 1
La
cultura de la trampa en el país de las abejas.
La gran mayoría de colombianos nos creemos la última
maravilla en la existencia. Vivimos gritando que somos inteligentes,
emprendedores, felices, ‘echaos pa´lante’ que nada nos queda grande y que no escogimos
nacer en Colombia, simplemente tuvimos suerte. Los colombianos nos las sabemos
todas, así esto signifique pasar por encima de los demás. Desde los primeros
años nos enseñan a ser competitivos, a ser los primeros en todo, a lograr las
mayores ganancias, pero poco o nulo nos hacen énfasis en los deberes que
tenemos como ciudadanos. Como parte de un engranaje para que una sociedad
funcione. Esos deberes pasan a un segundo plano. Al cuarto de lo innecesario
para ser exitoso. De buenas yo, de malas usted.
La mal llamada malicia indígena. Y mal llamada así porque
nuestros antepasados indígenas eran nobles y trabajaban en equipo para
construir en común. ¿Pero adivinen quién llegó? La conquista española. Parece
ser que el gen maldito de la viveza viene de ahí. Desde cuando nuestros
queridos amigos españoles de esa época, con sus monarcas y sus métodos no tan
santos impregnaron esta maldita maña sobre nuestros indígenas. Eran tan nobles
y queridos nuestros ancestros que los españoles no tuvieron ningún problema en
aprovecharse de ellos. Lo más decepcionante es que cuando Colombia
se independizó del yugo español, quienes quedaron en el
gobierno de la nación ¡¡¡continuaron haciendo lo mismo que tanto criticaron!!!
Y 200 años después así seguimos.
Quien porta ese gen y lo desarrolla ni se entera. Cree que su
actuación en sociedad es brillante y debe ser aplaudida. De hecho, hay quienes
celebran este tipo de comportamientos.
• La firma de abogados logró hacerle el quite a la ley para
apoderarse de baldíos de la nación y engañar al Estado ¡Qué abogados tan
brillantes!
• El abogado que tumbó a la viuda y aun así logró ser
magistrado. ¡Qué ingenioso!
• El tino Asprilla
vende sus bienes o los traspasa para evitar una demanda por alimentos. ¡Te
amamos, Tino!
• Hijos de políticos que usan sus influencias en el gobierno
para montar empresas y realizar grandes negocios. ¡Bravo! ¡Qué ejemplo de
emprendimiento!
País de abejorros.
Ese destructivo gen viene en el organismo de todo colombiano.
La diferencia es que algunos pocos han aprendido a controlarlo porque
oportunidades para ser avivato en el país hay miles y miles. Todos los días en
el acontecer laboral, en las relaciones con los demás, en el tráfico, en la
oficina, en los negocios. Los ejemplos abundan a nivel personal:
• Mucho pendejo
este cajero que no me cobró unos productos.
• Aquí suavecito
voy haciendo doble fila con mi carro para girar. Eso nadie se da cuenta.
• Me hago el
dormido en el bus para no cederle el puesto a una mujer en estado de embarazo o
a un adulto mayor.
• Seguro si me
parqueo en el espacio para personas con discapacidad física del Centro
Comercial, nadie lo notará.
• Haré en el
carro este cruce prohibido para ahorrarme el trancón. Espero que no haya un
policía cerca. Pero si me roban el celular, gritaré ¿Dónde está la policía?
País de ‘De malas por bobo’.
Y en la historia colombiana grandes avivatos han llegado a
las altas esferas del poder público y privado a través de triquiñuelas. Y ahí
siguen porque son tan vivos que saben cómo hacerle el quite a la ley, cómo
diseñar la trampita, cómo engañar al inocente, cómo atornillarse en el
poder.¡Voten por mí!
Porque ser vivo paga, y paga muy bien. ¡Ay qué orgulloso me
siento de ser buen colombiano! Nos inundó la cultura de la trampa. De la trampa
legal o
ilegal. La que sirva. La trampa más rápida y efectiva. No
importa si usted un
colombiano del común, o un funcionario público.
Hoy los tenemos de magistrados, presidentes, senadores,
concejales, presidentes de empresas, autoridades de fuerza pública y millones
en el diario vivir. Ese tramposito que se aprovecha del inocente, del noble,
del que quiere hacer las cosas correctamente. En lugar de pensar y construir colectivamente esta
sociedad y elevar el grado de capital social para avanzar como nación, nos
enfocamos en cómo aprovecharnos de la menor debilidad de los demás para
ganarles. Campeones de la trampita. Del todo vale. País de ‘pseudoavispados’
La pregunta es ¿nos ha servido ser vivos? Les ha servido
seguramente a los avivatos, porque en Colombia pareciera que la ley está hecha
para defender a quien la viola, que a quien la cumple. Lo que no entienden
estos abejorros, y seguramente nunca lo entenderán, es que esas pequeñas
actitudes, desde colarse en una fila hasta parquearse cinco minuticos en plena
avenida y en hora pico, ocasionan un detrimento como sociedad. El
individualismo que destroza los países
Y si usted lo hace y cree que nadie hace nada, tenga la
seguridad de que se equivoca. Muchos lo están insultando mentalmente, pero no
se lo dicen. Porque vaya usted reclámele a otro un comportamiento ciudadano
ejemplar. Llega el insulto, la patada, el puñal o el disparo en la frente.
País de salvajes.
Cuenta la fábula que un colombiano inventó la máquina para
viajar en el tiempo. Lo primero que hizo fue regresar varios siglos atrás a
encontrar el primer colombiano que intentó colarse en una fila. Lo corrigió
fuertemente. Una vez regresó al presente, Colombia era una de las potencias más
desarrolladas del mundo.
¡Qué lejos estamos!
Nota: Ninguna abeja o abejorro real fueron maltratados al
escribir este artículo. Y me disculpo por comparar a semejante animal tan
productivo, trabajador y colaborador con su colmena, con semejantes avivatos
colombianos que pululan en el país.
LECTURA 2
EL HURTO FAMILIAR
Corrupción es un nombre lejano para este hurto cotidiano que nos es familiar. Abusos y saqueos estandarizados están disueltos en un mar público que es de todos y de nadie.
Por: Ana María Cano Posada
Pero visto en detalle, el punto al que se ha llegado deja
claro un hábito del hurto en Colombia.
El cartel de los pañales es la escala uno a uno de hasta
dónde llega a la vida doméstica la normalización del desmán, el desjarete ético
y los cero principios de quienes sacan ganancias a cada consumidor de lo que
gana luchado cada día para volverlo usura.
Se han saqueado pensiones, regalías, contratos, empresas de
salud; sobrefacturado medicamentos de primera necesidad y de enfermedades
calamitosas; se ha constituido el cartel del agua en Santa Marta, donde
bananeros y ganaderos secan el río Manzanares y desvían el suministro de
tuberías públicas para sus propiedades; se corta el ciclo natural del agua al
desecar humedales con pastizales en Córdoba, Yopal y otras cuencas de este
país, despojando el potencial hídrico público para rentabilizarlo en privado.
Se ven robos a la luz pública. Nules y el cartel de contratos
en Bogotá; Carlos Palacino y Saludcoop a cinco millones de afiliados; desfalco
de Foncolpuertos y Luis Hernando Rodríguez es hoy tranquilo pensionado; Blanca
Jazmín Becerra y el robo millonario a la DIAN con devoluciones del IVA; la
familia Villegas Moreno de CEO que hoy tiene quebrados a cientos de ahorradores
que compraron vivienda a una empresa en el filo de lo ilegal por materiales y
cálculos fallidos; poderosos beneficiarios de Agro Ingreso Seguro que nada
necesitaban, y su gestor, Andrés Felipe Arias, huye de una condena de 17 años;
el Ministerio de Salud da la lista de sobrecostos en Colombia de cientos de
medicamentos y los laboratorios farmacéuticos reprenden al descorregido
ministro Gaviria por el obediente embajador en Washington, para que se vuelva a
pagar lo que digan.
Pero nunca antes se vio tan cerca, con nombre y apellidos, a
los empresarios de postín explotando la necesidad de la compra anual de mil
millones de pañales por un cartel que fija precios y restringe la distribución
del artículo sensible para dos millones de bebés que hoy crecen en Colombia.
Porque está a manos de cada uno de los compradores de 770 millones de pesos
durante 15 años que desembolsaron del presupuesto familiar hasta 900.000 por
año (más de un salario mínimo) para alcanzar esta mercancía, lo que indigna al
cobijar toda la escala social.
Y la manera soterrada de hacer el cartel mafioso con acuerdos
de subir hasta el 10% del precio, limitar promociones y controlar la
distribución. Tecnoquímicas de Cali, Familia de Medellín, Colombiana Kimberly
de Tocancipá y Drypers de Cauca. Dos de esas empresas (que están en reserva)
que antes ofrecieron invitaciones todo pago a la competencia, sus directivos
divinamente cantaron como curtidos delincuentes. Y también el papel higiénico y
los cuadernos los revisa esta Superintendencia de Industria y Comercio, en
manos de Pablo Felipe Robledo, que con el método de investigación con
beneficios por delación ha logrado destaparlos.
Se ve en escala real el hueco de principios al que nos
habituamos en la cueva de Alí Babá donde la malversación del dinero público ha
pasado también al privado. El hurto se ha hecho habitual y en el hueco ético ya
fuimos cayendo todos y, sin que haya sanción social, lo ilegal va haciéndose
norma.
LECTURA 3
¡Usted no sabe quién soy yo!
A los indios y negros que en el atrio de La Candelaria
conversaban o fumaban tabaco, el oidor Juan Antonio Mon y Velarde mandaba a
darles azotes.
Por: Reinaldo Spitaletta
¡Ah!, de otro lado, ningún plebeyo, como decir un comunero,
podía rebelarse contra la Corona, porque era sujeto de muerte, como le pasó a
Josef Antonio Galán, que parece no sabía con quién diablos se estaba metiendo.
El mismo oidor y visitador de marras fue quien suscribió la condena capital del
insurgente.
Una vieja mentalidad, desde los tiempos coloniales, que se
fundamenta en el desprecio por los pobres, por los que no son hidalgos (hijos
de algo, de alguien con oro), ni pertenecen a las élites, es la que todavía se
expresa no solo con soberbia, sino llena de irrespetos por la legalidad y la
convivencia pacífica. Todavía algunos, no pocos, se creen miembros del
criollaje y la españolería, aquella que limpiaba sus sangres comprando títulos
nobiliarios, y que nada tenían que ver (¡ni riesgos!) con juderías y morerías,
y menos con indios y negroides.
Colombia, que desde hace doscientos años la gobiernan clubes
exclusivos y excluyentes, que el poder se ha turnado entre las distintas élites
y castas de “mejor familia”, que se quedaron con las tierras más fértiles,
claro, las de los indígenas, a los que hoy se les sigue dando palo y bala, ha
desarrollado comportamientos que se fundamentan en el presunto abolengo y en la
posesión de riquezas. Yo mando porque tengo dinero, porque mi papá es o fue
presidente, porque mi abuelo es dueño de un banco, porque el poder del oro me
ha dado privilegios sobre el populacho. Y así.
Como pertenezco a una crema soy inmune y puedo hacer lo que
me venga en gana, que la ley no puede tocarme. Es vieja y nueva tal mentalidad,
sobre todo en un país que ha basado su existencia en las ingentes desigualdades
sociales, en los galones y metales de una minoría, y en la desventura
socioeconómica de millones de ciudadanos. En la teoría, todos somos iguales
ante la ley. La vida cotidiana ha demostrado lo contrario, y vuelve y juega la
sabiduría popular: “la ley es para los de ruana”.
La actitud de un mequetrefe apellidado Gaviria, que volvió a
esgrimir ante la policía y unos taxistas el célebre “usted no sabe quién soy
yo”, como síntoma de que cuando se tienen influencias, parentescos con
poderosos, riquezas materiales, se puede hacer lo que se le da la gana, volvió
a poner en evidencia las taras de una vieja enfermedad social. Las élites
oligárquicas produjeron, desde el siglo XIX, una serie de comportamientos que
las distinguían del vulgo, pero, además, las ponía por encima de la ley y los
cacareados preceptos de igualdad. Para ellas, los de arriba, siempre deben
estar arriba, y los de abajo, abajo. Y listo.
Los linajudos han crecido con complejo de superioridad, que
se les promueve en hechos y discursos. Un ejemplo histórico, se puede encontrar
en la creación del modelo empresarial antioqueño, de principios del siglo XX,
en el que, en una alianza Estado-Iglesia, se enquistaron “valores” de que al
trabajador había que mantenerlo alejado de protestas y reivindicaciones
sociales, a punta de sobaditas de hombro (gerentes que se paseaban por las
plantas fabriles), patronatos y paternalismos.
Después, advino la cultura mafiosa, que aprovechó un territorio
abonado de dispositivos sociales instaurado por las élites, y se irguió con el
poder del dinero, mediante amenazas, atentados, exhibicionismos ramplones y
otros mecanismos. Los nuevos ricos, arribistas y ordinarios, se abrieron camino
a punta de ostentaciones, vulgaridad y bala. Y en este punto, volvió a sonar el
“usted no sabe con quién se está metiendo”. Los narcotraficantes, con su poder
económico, compraron instituciones, autoridades y a algunos miembros de las
élites tradicionales, que se postraron ante el “gran señor es don dinero”.
La mentalidad colonial de orgullos (vanidades) anclada en el
poder del oro, se prolongó en Colombia en las cofradías oligárquicas, y también
en lo que el común denomina “carangas resucitadas”, y hace carrera entre hijos de
papi, delfines y otros gomelos que creen que se pueden pasar todo por la faja,
solo porque pertenecen al poder político y económico. Lo que en este país
parece dar licencia para el ejercicio de desafueros y otras patochadas. ¿Quién
diablos se creerán estos patanes?
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